La leyenda del diluvio:
Cuando
habitaba sobre la tierra la humana generación de bronce, Zeus, el soberano de
los mundos, a cuyos oídos habían llegado malos rumores de sus crímenes,
resolvió recorrer la Tierra bajo figura de persona humana. En todas partes, sin
embargo, encontró que la verdad dejaba pequeño al rumor. Un atardecer, cuando
ya el crepúsculo cedía el paso a la noche, entró en la mansión inhóspita del
rey de Arcadia Licaón, famoso por su ferocidad. Realizó varios prodigios para
dar a entender que llegaba un dios y la multitud se hincó de rodillas ante él;
pero Licaón se burló de aquellas plegarias piadosas. « ¡Ya veremos —dijo— si es
un mortal o un dios!», y resolvió en lo íntimo de su corazón dar muerte
inesperada al huésped a media noche, mientras estuviese sumido en el sueño.
Antes, sin embargo, sacrificó a un desdichado que le enviara como rehén el
pueblo de los molosos, coció sus miembros aun palpitantes en agua hirviente o
los asó al fuego y los sirvió para cena a la mesa del forastero. Zeus, que todo
lo había penetrado, levantándose airado del convite y envió sobre el palacio
del impío la llama vengadora. El Rey, consternado, huyó al campo abierto; el
primer grito de dolor que exhaló fue un aullido, sus ropajes se convirtieron en
vello, sus brazos en patas y quedó transformado en un lobo ávido de sangre.
Volvió Zeus
al Olimpo y, habiendo celebrado consejo con los dioses, resolvió aniquilar
aquella desalmada raza humana. Disponiéndose a esparcir el rayo por todos los
países, pero le retuvo el temor a que se inflamase el éter y que el fuego
prendiese en el eje del Universo. Dejando el rayo que le forjaran los cíclopes,
decidió enviar a toda la superficie de la tierra lluvias torrenciales y
destruir a los mortales bajo los aguaceros caídos del cielo. Inmediatamente
fueron encerrados en las cavernas de Éolo, Bóreas y todos los vientos que
ahuyentan las nubes, y sólo se dio salida al Austro, el cual se precipitó a la
Tierra cargado de lluvia. Negro como la pez era su rostro pavoroso, cargadas
de nubarrones sus barbas, el agua fluyendo de sus albos cabellos, oculta la
frente tras un manto de niebla y con la lluvia manándole del pecho. Asióse a
los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones,
comenzó a exprimirlas. Retumbó el trueno; un denso diluvio se desplomó del
cielo; doblándose los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvaneciéndose la
esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año.
Poseidón, hermano de Zeus, acudió también en su ayuda en aquella obra de
destrucción y, reuniendo a todos los ríos, les dijo: « ¡Que vuestra corriente
rompa todo freno, lanzaos sobre las casas, derribad los diques! ». Y ellos
cumplieron su orden, y el propio Poseidón abrió con su tridente el seno de la
tierra, dando, con la conmoción, vía libre a las olas.
De este
modo, los ríos desencadenados invadieron los campos, inundaron los sembrados,
arrancaron alamedas y se llevaron templos y casas. Si emergía un palacio,
pronto el agua llegaba a su techumbre y las torres más altas se perdían en el
remolino. Muy pronto no pudo distinguirse el mar de la tierra: todo era océano,
océano sin orillas. Los hombres trataban de salvarse como podían; uno trepaba a
la más elevada montaña, otro se refugiaba en un bote, bogando por encima de su
hundida granja o de las colinas de sus viñedos, cuya superficie rozaba con su
quilla. Se extenuaron los peces entre el ramaje de los bosques; el ligero
jabalí huía ante la invasión de las aguas. Pueblos enteros eran arrasados por
la oleada, y los que ésta perdonaba sucumbían a la muerte horrible del hambre
en las cumbres de los páramos estériles.
Una elevada
montaña proyectaba aún dos peladas cumbres por encima de las aguas en la tierra
de Fócida: era el Parnaso. En ella se refugió Deucalión, hijo de Prometeo, a quien éste
advirtiera a tiempo y que se había construido una balsa; iba con él su esposa
Pirra. No se había hallado ningún hombre ni mujer que superasen a esta pareja
en probidad y temor de los dioses. Y he aquí que cuando Zeus, contemplando
desde el cielo el mundo sumergido en las aguas quietas, vio que de tantos
millares y millares no quedaba sino una única pareja humana, ambos puros, ambos
piadosos adoradores de la divinidad, envió a Bóreas, dispersó las negras nubes
y le mandó que disipara la niebla; volvió a mostrar al cielo la tierra, y la
tierra al cielo. También Poseidón, príncipe de los mares, deponiendo el
tridente aquietó las olas. El océano volvió a tener orillas, los ríos tornaron
a sus cauces; los bosques sacaron de las honduras las copas de sus árboles
cubiertos de limo, siguieron las colinas; ensanchándose de nuevo la llanura y
otra vez, por fin, apareció la tierra. Deucalión miró a su alrededor. El país
se hallaba devastado y sumido en sepulcral silencio. Ante aquel espectáculo,
las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dirigiéndose a su esposa Pirra, le
dijo: «Amada, compañera única de mi vida, por muy lejos que mire, en cualquier
dirección que vuelva los ojos, no descubro una sola alma viviente. Nosotros
dos, unidos, constituimos la población de la Tierra, todos los demás moradores
han sucumbido bajo el diluvio. Pero tampoco nuestras vidas están del todo
seguras. Cada nube que diviso me llena aún de pavor. Y aun suponiendo que todo
peligro haya pasado, ¿qué vamos a hacer, solos, en la Tierra abandonada? ¡Ah,
si mi padre Prometeo me hubiese enseñado el arte de formar criaturas humanas e
infundir un espíritu a la moldeada arcilla!». Así dijo, y la desamparada pareja
prorrumpió en llanto; después hincaron las rodillas ante un altar medio
derruido de la diosa Temis y comenzaron a suplicar a los dioses celestiales:
«Dinos, ¡oh Diosa!, por qué medio regeneraremos a nuestra raza exterminada.
¡Ayuda a volver a la vida al mundo fenecido!».
«Dejad mi
altar —resonó la voz de la diosa—, cubrid con un velo vuestras cabezas,
desabrochaos los cinturones y arrojad detrás de vosotros los huesos de vuestra
madre».
Durante un
buen espacio permanecieron ambos atónitos ante la enigmática sentencia divina.
Pirra fue la primera en romper el silencio: «¡Perdóname, diosa excelsa —dijo—,
si, aun temblando, no te obedezco y no quiero agraviar la sombra de mi madre
dispersando sus huesos!». Pero por el alma de Deucalión pasó como un rayo de
luz y así tranquilizó a su esposa con afables palabras: «Si mi sagacidad no me
engaña, el mandato de los dioses no entraña impiedad ninguna. Nuestra gran
madre es la Tierra, sus huesos son las piedras, y éstas son, Pirra, las que
debemos arrojar tras de nosotros».
Con todo siguieron
ambos durante mucho tiempo desconfiando de aquella interpretación; pero, ¿qué
perderemos en probarlo?, pensaron al fin. Alejándose, pues, se velaron las
cabezas, se desciñeron los vestidos y arrojaron, como se les ordenara, las
piedras tras de sí. Entonces se produjo un gran milagro: la piedra comenzó a
perder su dureza y fragilidad, se volvió flexible, creció, tomó cuerpo;
aparecieron en ella formas humanas, aunque imprecisas todavía, pues más bien
parecían figuras toscas o el primer esbozo tallado por el artista en el bloque
de mármol. Todo lo que había de húmedo y terreo en el mineral se trocó en la
carne del cuerpo; lo rígido y firme se convirtió en huesos; las vetas de la
piedra quedaron siendo arterias y venas. De este modo, las piedras arrojadas por
el hombre adquirieron en breve, con la ayuda de los dioses, la forma humana
masculina, mientras las que arrojara la mujer adoptaban la forma femenina.
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